Carrito
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¿Por qué siento que mi historia puede inspirar a muchas personas?
Mi historia es inspiradora porque trata sobre el manejo de una enfermedad huérfana en un niño, un tema poco conocido, pero está llena de amor, aprendizaje y una profunda conexión familiar. A lo largo de este viaje, he descubierto la importancia de la fe y el apoyo en los momentos más difíciles.
Cuando mi hijo nació, mi vida dio un giro de 360°. Aprendí a ser madre en un contexto que requería mucho más que el amor habitual; desde el tercer día de su vida, tuve que concentrarme en su tratamiento y en cómo hacer que llevara una vida normal. Este desafío me hizo más sensible y consciente de mis emociones, ya que en lugar de llorar, tuve que sentarme a apoyar y consolar a mis familiares. Aprendí que ser madre es un trabajo hermoso pero duro, y que a veces la fortaleza se muestra en los momentos de mayor fragilidad.
Si tuviera que describirme en una sola palabra, sería "receptiva". Escuchar con atención las necesidades y emociones de los demás ha sido clave para manejar el tratamiento de mi hijo.
Después de cinco años de noviazgo, quedé embarazada. Al principio, fue complicado: trabajaba en las noches y estudiaba durante el día, lo que me dejaba exhausta. Vomité mucho durante el embarazo y, en vez de ganar peso, perdí cuatro kilos. Siempre tuve el temor de que mi bebé pudiera heredar la hemofilia, un trastorno genético que afecta a los hombres en mi familia. Mi esposo, por el contrario, soñaba con tener un varón. Al llegar a los cinco meses de embarazo, la ecografía confirmó que tendríamos un niño.
Al octavo mes, el médico me programó una cesárea debido a mi bajo peso. Cuando nació, noté una mancha morada en su cabeza y me preocupé. Después de varios días en el hospital, vi un hematoma en su mano y, tras insistir en mis antecedentes familiares, se le realizaron pruebas. Finalmente, confirmaron que nuestro hijo tenía hemofilia. Lo más difícil fue aceptar el diagnóstico, especialmente para la familia de mi esposo, que no conocía esta enfermedad. A medida que mi hijo crecía, la situación se volvía más complicada. Cada vez que se caía, nos preocupábamos; la gente a menudo pensaba que lo estábamos golpeando. Sin embargo, contamos con una excelente hematóloga y un programa de hemofilia que nos apoyó enormemente.
Hoy, con siete años, mi hijo entiende bien su enfermedad y sus limitaciones. A veces expresa su dolor de manera desgarradora, deseando no haber nacido. En esos momentos difíciles, le recuerdo que es mi tesoro y que siempre lo cuidaré. Aunque la enfermedad no tiene cura, el tratamiento y el autocuidado son fundamentales. Hemos aprendido a llevar esto con calma, apoyados por Dios, nuestros familiares y el programa de Hemofilia que ha sido esencial en nuestras vidas.
A las mujeres que pasan por algo similar, les aconsejo que se informen bien sobre la enfermedad, que confíen en los tratamientos médicos y que no se dejen influenciar por las experiencias de otros. Cada uno vive su propia historia y debe encontrar su camino. Apóyense en el personal de salud y en los programas que ofrecen las EPS, y sobre todo, nunca dejen de creer y amar a Dios.
Mi historia es inspiradora porque trata sobre el manejo de una enfermedad huérfana en un niño, un tema poco conocido, pero está llena de amor, aprendizaje y una profunda conexión familiar. A lo largo de este viaje, he descubierto la importancia de la fe y el apoyo en los momentos más difíciles.
Cuando mi hijo nació, mi vida dio un giro de 360°. Aprendí a ser madre en un contexto que requería mucho más que el amor habitual; desde el tercer día de su vida, tuve que concentrarme en su tratamiento y en cómo hacer que llevara una vida normal. Este desafío me hizo más sensible y consciente de mis emociones, ya que en lugar de llorar, tuve que sentarme a apoyar y consolar a mis familiares. Aprendí que ser madre es un trabajo hermoso pero duro, y que a veces la fortaleza se muestra en los momentos de mayor fragilidad.
Si tuviera que describirme en una sola palabra, sería "receptiva". Escuchar con atención las necesidades y emociones de los demás ha sido clave para manejar el tratamiento de mi hijo.
Después de cinco años de noviazgo, quedé embarazada. Al principio, fue complicado: trabajaba en las noches y estudiaba durante el día, lo que me dejaba exhausta. Vomité mucho durante el embarazo y, en vez de ganar peso, perdí cuatro kilos. Siempre tuve el temor de que mi bebé pudiera heredar la hemofilia, un trastorno genético que afecta a los hombres en mi familia. Mi esposo, por el contrario, soñaba con tener un varón. Al llegar a los cinco meses de embarazo, la ecografía confirmó que tendríamos un niño.
Al octavo mes, el médico me programó una cesárea debido a mi bajo peso. Cuando nació, noté una mancha morada en su cabeza y me preocupé. Después de varios días en el hospital, vi un hematoma en su mano y, tras insistir en mis antecedentes familiares, se le realizaron pruebas. Finalmente, confirmaron que nuestro hijo tenía hemofilia. Lo más difícil fue aceptar el diagnóstico, especialmente para la familia de mi esposo, que no conocía esta enfermedad. A medida que mi hijo crecía, la situación se volvía más complicada. Cada vez que se caía, nos preocupábamos; la gente a menudo pensaba que lo estábamos golpeando. Sin embargo, contamos con una excelente hematóloga y un programa de hemofilia que nos apoyó enormemente.
Hoy, con siete años, mi hijo entiende bien su enfermedad y sus limitaciones. A veces expresa su dolor de manera desgarradora, deseando no haber nacido. En esos momentos difíciles, le recuerdo que es mi tesoro y que siempre lo cuidaré. Aunque la enfermedad no tiene cura, el tratamiento y el autocuidado son fundamentales. Hemos aprendido a llevar esto con calma, apoyados por Dios, nuestros familiares y el programa de Hemofilia que ha sido esencial en nuestras vidas.
A las mujeres que pasan por algo similar, les aconsejo que se informen bien sobre la enfermedad, que confíen en los tratamientos médicos y que no se dejen influenciar por las experiencias de otros. Cada uno vive su propia historia y debe encontrar su camino. Apóyense en el personal de salud y en los programas que ofrecen las EPS, y sobre todo, nunca dejen de creer y amar a Dios.